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En el campo nacen flores

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En el campo nacen flores

Parece como si hubiera vivido toda mi vida en Manhattan. Con el estrés clásico que rodean a todos los ciudadanos de la ciudad, incluidos los turistas ávidos de verlo todo, me dispongo a visitar al último cocinero, mi última experiencia. Soy uno más que se mueve entre taxis, metro y paseos rápidos por esta urbe, que aunque parezca mentira, funciona. En este tiempo siento que me he transformado y que me ajusto sutilmente, como un guante, al ambiente que me rodea.

Una calle de Manhattan

Todavía somnoliento, llevo en mi mano mi café que voy sorbiendo mientras doy con la dirección del laboratorio culinario de David Chang . No estoy de suerte. Esta vez no conoceré al personaje Momofuku Noodledetrás de su restaurante. El motivo de esta contrariedad es la apertura inminente de su nuevo restaurante situado en el Star City Casino de Sydney, Australia, el momofuku seiōbo. David Chang  es dueño en sociedad del grupo de restaurantes MOMOFUKU RESTAURANTS: Momofuku Noodle bar, Momofuku Ssäm bar, Ma Peche, Momofuku milk bar y Momofuku Ko (a este último le dieron 2 estrellas Michelin en 2009). Abrió su primer restaurante en 2003 y en cuestión de 3 años ya había comenzado su expansión a lo largo de las zonas menos agraciadas de Nueva York. También está en proceso de invadir Toronto, Canadá, con la apertura de dos nuevos restaurantes. Se trata sin duda de una personalidad notable. De este modo, no es de extrañar que en 2010 haya sido considerado una de las cien personas más influyentes del plantea por la revista TIME.

¿Pero qué hay detrás de todos estos exitosos datos? Mientras reflexiono sobre todo ello, apuro mi cigarrillo y me dispongo a entrar en su cocina de investigación, sintiendo los nervios y la tensión ya tan familiar, cuando te adentras de nuevo en el laberíntico mundo de mentes tan complejas para rescatar pensamientos e ideas.

Allí conozco a Daniel Felder, un antropólogo con vocación de cocinero desde que era ya pequeño. Ya desde el principio me doy cuenta que su mente está amueblada en un formato científico impoluto. Todas sus reflexiones y trabajos efectuados desde ese rincón de Nueva York brotan desde un plano culinario pero siguiendo una metodología científica digna de cualquier centro de investigación de excelencia.

Plato de Momofuku Ma PecheLos días son intensos y duros pero me voy empapando poco a poco de sus técnicas y de su filosofía. En cualquier proceso fermentativo, el impacto del mundo microbiológico existente en una región específica de la tierra es terriblemente importante. En colaboración con un departamento de microbiología de la universidad de Harvard, este equipo está aislando los mohos naturales que crecen en Nueva York para la elaboración de productos típicamente japoneses: katsuobushi, miso y koji, aportándoles así unos sabores auténticos y genuinos del lugar.

Dicen que las invenciones humanas más sofisticadas de la historia están basadas en la naturaleza. Momofuku bunsSolamente hay que observar el entorno natural que te rodea y encontrarás la respuesta. Daniel Felder y David Chang lo tienen claro. Sus mejores productos culinarios son mecidos, moldeados y creados mediante la utilización del ambiente que te rodea. Incluso en una ciudad como Nueva York, la gente se resiste a perder la unión con la naturaleza. Sin este arraigo, ¿en que nos convertiremos? Probablemente la prueba de ello ya la estemos sufriendo.

Carne de cerdo preparada en el KoAl mismo tiempo me deleito con la comida del Momofuku: platos sabrosos donde los haya que obtienen su potencial aromático y gustativo a través de diversos tipos de fermentaciones. Noodles gloriosos con una potencia balsámica y textura prodigiosa. Vieiras cuya tersura y ternura engañan a la boca pensando que saborea una hortaliza caída del cielo. Alitas de pollo condimentadas con salsa intensa y vigorosa que hacen alzar el vuelo de estas en tu paladar. Y como no, los famosos pork buns, para mí una especie de versión de hamburguesa aristocrática con un pan que se deshace en la lengua al simple contacto y con una carne maravillosa que te fuerza a dirigir los ojos al techo e increpar un gemido de auténtico placer.

Battery Park

Es mi último día en Nueva York. Cual poseso, me veo inmerso en una intensa caminata recorriendo cualquier recoveco de la ciudad como si pretendiese arrancar su alma y llevármela conmigo. La intensidad de estas tres semanas se torna en una calma extraña, en el preludio de mi despedida. Exhausto, decido descansar en un banco del Battery Park. Allí los árboles generan sombras inquietantes, irreales que me hacen pensar si todo lo vivido estos últimos meses ha sido un mero sueño. Sombras del ayer llenan de rostros mi mente, de paisajes, de cantos de otras voces y de horizontes que ignoraba. En mi camino me he encontrado con ricos, con pobres, con gente vacía y con gente plena. He comido tradición, he comido innovación, he comido inteligencia, sabiduría, ignorancia y locura. He descubierto que el mundo no se equivoca, tan solo quiere ser feliz. He acompasado mi paso al de otros para intentar entender por qué nos comportamos como nos comportamos. Me he sentido agasajado, valorado y querido… DE REPENTE…

ardilla mágica

Algo inusual paraliza mi reflexión. Una pequeña ardilla se aproxima lentamente a mi banco. La tengo a mi lado. Quedo paralizado. Entonces me susurra al oído… un viajero no deja de ser siempre un observador de un mundo ajeno.

Un puerto del río Hudson

Estupefacto, me voy lentamente al puerto que cerca se encuentra. Observo el mar e intento estúpidamente atisbar desde allí la tierra que me vio nacer. Mis ojos se adueñan de una gaviota que sobrevuela tranquilamente las orillas del río Hudson y me transporta a otro lugar donde el carbón y la arena se abrazan una vez más. El presente queda atrás, preso del atardecer. Pasan siglos en un momento y oigo, como en un lamento, la voz de la soledad. Siento el alma mineral trabajada en desengaños, apagada como el faro de una mar de escoria gris. Fatigado por el camino, encogido por el bramar del mundo, sueño los días eternos, despierto en noches sin fin. Por las calles de cristal, trona el canto del nordeste, con palabras de poeta. Evocándome una idea, transportándome al lugar donde suspiro por volver. Donde yace el sitio mío, donde todo tiene sentido, donde soy quién quiero ser.

Es hora de volver a casa

Adaptación

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Adaptación

Me encuentro sentado en un coche rumbo a la ciudadela Pachacutec, una población ubicada en Ventanilla, a varios kilómetros al norte de Lima, Perú. Los ánimos son buenos y mantengo una conversación llena de risas y bromas con la persona que me conduce hacia esta población. A medida que nos aproximamos me voy dando cuenta que el lugar a visitar es un asentamiento. Poco a poco el silencio gana la partida a las risas y el corazón se me encoje un poquito.

el asentamiento

Este asentamiento se produjo hace unos años por una oleada de personas venidas de diferentes lugares del Perú. Movidas por el hambre y el terrorismo ocuparon grandes arenales de la costa y se asentaron allí como bien pudieron. Mi vista no atisba a alcanzar el final de esta ciudadela en el horizonte. Observo las casas de esta gente, construidas con los materiales que han podido encontrar. Pedazos de madera y piedra, pedazos de tejados, pedazos de vida, una vida dura y trágica. El poblado parece que ya se termina y es entonces cuando vislumbro a lo lejos algo que no encaja en ese espacio con tanta miseria. Es la universidad laboral de Pachacutec. Uno de sus edificios es el relacionado con el instituto de cocina promocionado por Gastón Acurio, entre otros.

Allí está Rocío Heredia esperándome y mi corazón se desencoge y se llena de emoción y de alegría
escuchando sus explicaciones. Este es un sitio donde se da una oportunidad a los jóvenes sin ningún recurso ni esperanza, donde se les enseña las artes culinarias por profesores y cocineros que trabajan en diferentes restaurantes del Perú y no reciben retribución económica alguna, aunque sí que reciben la gran gratificación de ver la cara de satisfacción de estos jóvenes por estar
allí y estar aprendiendo. El seguimiento que se les hace es íntimo y les intentan preparar no solamente para la cocina sino también para la vida. Es conmovedor ver como Rocío habla de cada uno de ellos como si fueran sus hijos, preocupándose en todos los sentidos, con el objetivo de que algún día consigan encontrar su camino. Y así está sucediendo. Su plan de estudios muestra una
calidad y meticulosidad que hace que la gente graduada sea ya muy valorada.

Hablo con los chicos y chicas y me cuentan sus planes, sus ilusiones y sus inacabables ganas de aprender. Es emocionante observar sus caras de felicidad por tener esta oportunidad. Me despido de ellos y me siento en el coche. No hay palabras, necesito asimilar todo lo que he visto. Cierro los ojos y me dejo atrapar por un sopor dulce y cálido.

De repente me despierto y no estoy en el coche. Estoy en la cama de un hotel.  Llevo varios días en Nueva York. Tan solo era un sueño, un recuerdo pasado de mi estancia en Lima. Parece que mi mente no quiere olvidarse de algo tan lindo, algo tan gratificante como ver que la alta cocina puede tener una responsabilidad social hacia los más necesitados. Con esta idea en la cabeza salgo del hotel situado en la séptima avenida en Manhattan. Pero algo pasa.

Estupefacto miro a mi alrededor. Algo pasa, algo falla en esta ciudad. Noto que se me eriza el cabello de la nuca. Giro y giro para darme cuenta qué está fallando. La calle está desierta, no hay coches, no hay gente…una luz de potencia ilimitada estalla torrencialmente quemándome los ojos y atravesándome la piel. Aturdido ante la repentina claridad, me intento acostumbrar, cuando por fin vislumbro estupefacto lo que me rodea. Bajo un silencio sepulcral, una llanura sin vida se extiende más allá de donde atino a ver. Como si de mi propia carne se tratara, la tierra seca y pedregosa me habla de su tristeza y me hace sentir desdichado. Una lágrima resbala sobre mi rostro cayendo en la yerma tierra. Esta, se revuelve ante el consuelo brindado y con un estrepitoso temblor comienza a emanar sangre a borbotones. Asustado no sé qué hacer, pero antes de reponerme del asombro, un ruido extraño suena a mi espalda. Un enorme remolino acompañado de una omnímoda tormenta lo cubre todo y absorbe la llanura. Rápidamente, el centro eólico me alcanza y me alza desmembrando mi cuerpo, mostrándome la furia de los elementos. El ozono ataca mis fosas nasales y hace que mi lengua sepa a cobre. El torbellino me expulsa como un gato cansado ya de su presa y me lanza a las aguas de un inmenso lago, donde peso, y me hundo. Una sensación de purificación invade mi cuerpo a la vez que mis pulmones estallan y el medio estalla. Al final, la calma…

Me despierto sobresaltado. Estoy efectivamente en el hotel de Nueva York, pero todo era una pesadilla. Enormes ráfagas de lluvia y viento golpean las vidrieras de mi habitación. Es el huracán Irene. He sufrido una pesadilla dentro de un sueño. Mi mente sigue en Perú pero mi cuerpo está viviendo ya la maravillosa e intrépida vida de Nueva York. Es cuando uno intenta esforzarse a toda costa en adaptarse para que la mente acompañe al cuerpo.

Llevo ya unos días en esta ciudad pero apenas he podido estar con las dos personas que voy a ver en los próximos días: Matt Lightner y Dan Barber. Matt Lightner es un joven cocinero el cual empleó un año y medio en el restaurante Mugaritz y otra temporada en el Noma con René Redzepi. Cuando volvió a EE.UU. se instaló en Portland, Oregón y trabajó en el restaurante Castagna donde logró una gran notoriedad en muy poco tiempo. Hizo una cocina bella, sensible, trasladando el bosque al plato. El  año pasado ganó un premio importante situándole entre los diez mejores restauradores jóvenes de EEUU.  Es un chico que se ha inspirado en la filosofía que promulga Mugaritz. Pero es una incógnita para mí.  Se está instalando en el espacio en el que antes estaba el Compose, con el nuevo nombre, Atera, en el barrio adinerado de Tribeca, Manhattan.

Dan Barber es una persona muy importante en EE.UU. aunque sobre todo por su parte mediática. Sus restaurantes en Manhattan y Pocántico Hills parten de la familia Rockefeller.  Mantendré una entrevista con él en el Blue Hill at Stone Barns, unos kilómetros al norte de la ciudad de Nueva York. Os contaré.

¿La adaptación es una opción o una necesidad?

Os recomiendo que veáis el video. Los dibujos son de Murakami. Va por vosotros…

De hipocresías y de mundos

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Hace tan solo unas horas que he desembarcado en mi nueva aventura, Lima (Perú). Dejo mis maletas en el hotel y salgo a tomar aire fresco. Busco un momento de tranquilidad antes de proceder a mi reunión con Gastón Acurio. Encuentro un pequeño parquecito en las inmediaciones del restaurante Astrid&Gastón. Dos minutos fuera del mundanal ruido. Me sumerjo en un soñar despierto pensando en todas las gentes que he conocido hasta ahora, en sus historias, en sus alegrías, en sus pesares. El viento que reina me arranca de la mente estos pensamientos y me lleva a otros muy sutilmente. Inicio a pensar en todos las experiencias gastronómicas que he tenido en estas semanas. Cuál me ha gustado más, cuál me ha sorprendido más.
Evocación y sentimiento de percepciones. De repente, salgo de mis reflexiones
cuando una hoja decide caprichosamente descansar en mi cabeza en el largo e
incierto recorrido que el viento le marca. Con cuidado la cojo, muy despacio, y
la brindó a irse de nuevo, otra vez impulsada por el fuerte vendaval, que en esa tarde fría reina. Y la dejó irse sin mirarla, como pretendiendo que dicho acto no me expulse de mi mundo de ideas. Pero es tarde, porque ya lo ha hecho. Esa
hoja era mi conciencia que me guía hacia el recuerdo de mi mejor experiencia
sensorial.

Fue hace mucho tiempo durante un viaje a Brasil. Ese día, mi amigo y yo, decidimos visitar a un campesino en medio de una selva cercana a Curitiba.
Rodeada de árboles tropicales se postraba una chabola, destartalada y con el
tejado infectado de agujeros. Entramos en ella embriagados por la gran hospitalidad de su dueño. En su interior, el suelo de la casa era la tierra y tan solo había una vieja mesa y un pequeño habitáculo donde dormía él, su mujer
y sus cuatro niños. Sin pensar, se fue a un rincón donde existía una pequeña
cocina con una cacerola encima. Sin darnos cuenta, teníamos un plato de arroz y frijoles delante de nosotros. Lo comimos con gran placer pues la caminata hasta allí nos había abierto el apetito. Mientras, el dueño nos miraba atentamente con una sonrisa en la boca. El plato era sencillo pero su sabor era exquisito. Tras una larga conversación sobre los temas que allí nos habían llevado, nos fuimos. Ese gran hombre nos despidió con grandes abrazos y más sonrisas. Caminamos un buen rato callados por la selva. Mi amigo rompió el silencio y me preguntó si me había gustado lo que habíamos comido. Yo le respondí sin ninguna duda que sí. Volvió el silencio. Tras un rato, mi amigo habló y dijo, “ese hombre nos ha invitado a comer con la comida que tenía para todo el día, ese hombre hoy no va a comer por nosotros y está contento por ello”. Han pasado ya muchos años, y es el día de hoy que no puedo dejar de emocionarme por dicho acto. Ningún plato en el mejor restaurante del mundo va a igualarse al arroz y frijoles que un buen día un campesino de Brasil nos cedió alegremente.

Todo esto me lleva a un pensamiento que inconscientemente me ronda en la cabeza desde que inicié este viaje, que se queda en la retina siempre que me maravillo con un bocado, con una textura, con un color de un plato maravilloso en un restaurante maravilloso. ¿Qué clase de persona soy que se embriaga con estas suculentas delicias cuando justo fuera del restaurante hay hombres, mujeres y niños que no tienen ni para un pedazo de pan?  ¿Qué clase de hipócrita soy cuando busco sensaciones y experiencias espirituales en países
como Brasil y Perú con un importante índice de desnutrición infantil? ¿Es la
alta cocina un espacio elitista que no alberga más pretensión que servir a la
clase adinerada?

Es algo que siento que podré responder en mi estancia en Perú, con Gastón Acurio, una persona con una gran implicación en iniciativas sociales.

Si tenemos que hablar de Gastón, quizá nos encontremos con la dificultad de la magnitud de la persona. Gastón, siendo hijo de ex-senador y ex-ministro marchó a Madrid para estudiar derecho, que rehusó y sustituyó por una permanencia en París formándose en cocina secretamente. La cosa es que aun habiendo recibido una formación gastronómica francesa, él, a su vuelta a Perú, pronto comenzó a utilizar la cocina como una herramienta para reivindicar su identidad peruana.

Si bien el ceviche puede ser considerado la elaboración culinaria representativa del país, Perú es un lugar, si hablamos de cultura y por ende, cocina, con gran influencia extranjera. Ha sido un país que ha vivido mucha inmigración, detalle que ha quedado marcado en su gastronomía. Gastón, lejos de querer imponer una de ellas como la única, ha intentado dar a conocer y explotar el potencial de todas ellas. Astrid&Gastón, el restaurante que abrió la pareja cuando volvieron a Perú (1994) era un establecimiento con marcado carácter francés, donde el producto y la forma peruana fue tomando protagonismo. Este año ha entrado en la lista de los 50 mejores restaurantes en el puesto 42. Por otra parte, ha abierto varios restaurantes por todo el mundo con diferente estilo o tipo de cocina (cevicherías, chifas, anticucherías,…).

Ya es la hora de entrar a Astrid&Gastón. Entro a conocer a una gran personalidad dentro del Perú. De todos modos, no puedo dejar de pensar en toda esa gente que he conocido en mercados, calles, lugares… ese campesino de Brasil…

Abro bien los ojos, una simple marioneta me puede sorprender… y miro al mundo de frente, como un niño, con mucha curiosidad porque está lleno de colores a descubrir. Si observas bien puedes quedar maravillado con lo que menos te esperas…

Siento el sermón de hoy, pero lo necesitaba